
Sábado 15 de N0viembre de 2008
Inicié mi salida a Curicó a las 10:15 horas desde el rodoviario Lorenzo Varoli. Mi llegada al terminal de buses curicano fue a las 11:15 horas. Preguntando a tres personas llegué hasta el Mercado. Cuando preguntaba a los transeúntes o dependientes de pequeños locales comerciales, y seguía caminando por calles desconocidas, tratando en cada bocacalle de divisar el Cerro Condell para retomar una orientación urbana, me acordaba de un tío, al que vi en dos ocasiones, que se había desempeñado toda su vida como cartero en Curicó. Supimos que había jubilado en ese servicio. El era muy formal y amable en el trato. Seguramente conocía al dedillo cada rincón de la ciudad. Con mis hermanos asistí a su funeral, que ocurrió dos años después del fallecimiento de mi madre, una de sus dos hermanas. Por uno de mis hermanos mayores me enteré de la razón del distanciamiento familiar: mi madre nunca le perdonó que se hubiese entrometido en sus problemas conyugales, tomando partido por la versión del conflicto que le entregó mi padre. Mi padre lo visitaba con frecuencia durante el periodo, unos cinco años, en que se desempeñó como rondín en la estación de ferrocarriles de Curicó. Yo tenía nueve o diez años y varias veces lo acompañé. Yo despertaba en medio de la noche, en el vagón habilitado como habitación, y lo observaba transcribir caligráficamente letras de tangos, boleros y poemas.
Los cuadros estaban en perfecto estado. Lo mismo el objeto expuesto sin la protección de un vidrio. No había deterioro evidente y la vigilancia había dado buen resultado. La cortina, de la que habían pendido los cuadros, no mostraba roturas ni manchas
Allí, la muestra la cuidaba Fabián, estudiante que cursa el segundo año de la carrera de agricultura en la Universidad Católica del Maule, cuya sede está en la ciudad de Curicó. Le planteé que, según instrucciones de Brenda Sandoval, todos los cuadros, objetos y demás materiales debían ser almacenados en su casa, desde donde se retirarían el día lunes. Su casa es un hogar universitario que lleva el nombre del sacerdote católico que lo creó. Se manifestó preocupado cuando cayó en la cuenta que eso implicaba transportar un cubículo de base cuadrada de unos cuarenta por cuarenta centímetros y una altura de un metro, una silla plástica, los cuadros y los siete polines. La casa dista unos cinco cuadras Lo tranquilicé diciéndole que la solución era contratar un radiotaxi, u otro vehículo de similar capacidad.
Le pregunté cómo se había adjudicado el pituto de trabajo como cuidador de la muestra. Dijo que el hogar universitario siempre trabajaba con la Corporación Cultural de Curicó, que está les daba pegas susceptibles de realizar por los estudiantes.
Comencé por cortar el hilo plástico, cortar los alambres que sujetaban los marcos más pesados, el travesaño del armazón y desanudar los alambres enrollados en torno a los polines verticales y al horizontal. Fabián se dedicó a envolver los cuadros y objetos ocupando para tal efecto papel periódico que yo había llevado. Amarraba con un hilo plástico reciclado que también le entregué. Toda esta operación la ejecutaba en cuclillas en el embaldosado del acceso al Mercado. Al mover el cubículo, descubrimos cajas unipersonales de envases de jugos y servilletas arrugadas
Al poco rato llegó otro compañero del hogar universitario. También es estudiante de agricultura en el mismo centro universitario, pero el cursa el cuarto año de la carrera. Con su ayuda destrabé el armazón de madera y la cortina.
No recuerdo en qué momento se hizo presente Brenda Sandoval. Me dijo que venía de supervisar otras obras expuestas en la Feria. Acordamos que me haría llegar el registro del audio del seminario realizado la noche anterior. Después acordamos que yo le entregaría vía e-mail los datos de una cuenta bancaria. Antes me había dicho que el monto a cancelarme, no podía tenerlo en ese día en efectivo, porque la oficina estaba cerrada y no recuerdo qué impedía contactar a una encargada de las finanzas.
No teníamos ninguna información que agregar en esos minutos y nos despedimos. Caminó con uno de los estudiantes hasta la oficina del administrador del Mercado. Al regreso, dijo que en ese local guardáramos los materiales y obras. Los universitarios trasladaron el cubículo, la silla, los cuadros y los polines. En la oficina, Fabián acomodó los cuadros de pequeño formato en el interior del cubículo. Cada cuadro, lo mismo que el par de frascos de conserva, lo envolvió con admirable prolijidad y cuidado. En la pequeña oficina todo quedó instalado entre el cubículo negro y la mesa que ocupa el administrador.
Salimos los tres del Mercado. Me despedí del segundo universitario. Con Fabián caminamos hacia el terminal de buses, porque él se dirigía en esa dirección. Le comenté que había observado la nula presencia de flyers de tocatas de rock pegados en los muros. Para mí daban cuenta de la inexistencia de grupos de rock locales. Le pregunté cómo eran los fines de semana en Curicó. Dio una respuesta desganada. Le dije ‘los fines de semana tú te dedicas a estudiar nomás’. Sí, dijo. Caminamos entre una docena de alcohólicos de mediana edad arracimados en la vereda. Unos, ebrios, permanecían sentados, apoyando la espalda en la pared. Al aproximarnos a ellos, le dije a Fabián que pasaríamos entre una Corte de Príncipes Macheteros. El se sonrió y dijo que esa parte de la ciudad era un barrio venido a menos. Al acercarnos, nos pidieron una moneda de cien pesos.
Durante la caminata al terminal de buses, me preguntó cuantos años llevaba pintando. Intensivamente, cinco, le dije. Ha avanzado harto, comentó. Yo le había preguntado acaso había tenido Artes Visuales en su enseñanza secundaria. Dijo que sí, y se acordaba del nombre de su profesor. Durante el trayecto le pregunté que había pasado con lo aprendido en su asignatura de Artes, si acaso había seguido dibujando o pintando. No, nada, dijo. Le dije que mi sospecha era que su afición al fútbol había desplazado el interés por el cultivo del arte. Hizo una afirmación moviendo la cabeza. En una esquina del terminal nos despedimos.
Abordé un bus que salía a las 13. 15 horas. Mientras el bus recorría las estrechas calles y doblaba esquinas angulosas en dirección a la Alameda, recordé a mi tío curicano. Recordé su sonrisa, sus modales educados, su figura flaca, su baja estatura. La segunda visita que hizo al hogar de mis padres ocurrió en los meses de agonía de mi madre. Seguramente el enojo juvenil, a esas alturas de la vida, había dado paso a una reconciliación no volcada al lenguaje.
Inicié mi salida a Curicó a las 10:15 horas desde el rodoviario Lorenzo Varoli. Mi llegada al terminal de buses curicano fue a las 11:15 horas. Preguntando a tres personas llegué hasta el Mercado. Cuando preguntaba a los transeúntes o dependientes de pequeños locales comerciales, y seguía caminando por calles desconocidas, tratando en cada bocacalle de divisar el Cerro Condell para retomar una orientación urbana, me acordaba de un tío, al que vi en dos ocasiones, que se había desempeñado toda su vida como cartero en Curicó. Supimos que había jubilado en ese servicio. El era muy formal y amable en el trato. Seguramente conocía al dedillo cada rincón de la ciudad. Con mis hermanos asistí a su funeral, que ocurrió dos años después del fallecimiento de mi madre, una de sus dos hermanas. Por uno de mis hermanos mayores me enteré de la razón del distanciamiento familiar: mi madre nunca le perdonó que se hubiese entrometido en sus problemas conyugales, tomando partido por la versión del conflicto que le entregó mi padre. Mi padre lo visitaba con frecuencia durante el periodo, unos cinco años, en que se desempeñó como rondín en la estación de ferrocarriles de Curicó. Yo tenía nueve o diez años y varias veces lo acompañé. Yo despertaba en medio de la noche, en el vagón habilitado como habitación, y lo observaba transcribir caligráficamente letras de tangos, boleros y poemas.
Los cuadros estaban en perfecto estado. Lo mismo el objeto expuesto sin la protección de un vidrio. No había deterioro evidente y la vigilancia había dado buen resultado. La cortina, de la que habían pendido los cuadros, no mostraba roturas ni manchas
Allí, la muestra la cuidaba Fabián, estudiante que cursa el segundo año de la carrera de agricultura en la Universidad Católica del Maule, cuya sede está en la ciudad de Curicó. Le planteé que, según instrucciones de Brenda Sandoval, todos los cuadros, objetos y demás materiales debían ser almacenados en su casa, desde donde se retirarían el día lunes. Su casa es un hogar universitario que lleva el nombre del sacerdote católico que lo creó. Se manifestó preocupado cuando cayó en la cuenta que eso implicaba transportar un cubículo de base cuadrada de unos cuarenta por cuarenta centímetros y una altura de un metro, una silla plástica, los cuadros y los siete polines. La casa dista unos cinco cuadras Lo tranquilicé diciéndole que la solución era contratar un radiotaxi, u otro vehículo de similar capacidad.
Le pregunté cómo se había adjudicado el pituto de trabajo como cuidador de la muestra. Dijo que el hogar universitario siempre trabajaba con la Corporación Cultural de Curicó, que está les daba pegas susceptibles de realizar por los estudiantes.
Comencé por cortar el hilo plástico, cortar los alambres que sujetaban los marcos más pesados, el travesaño del armazón y desanudar los alambres enrollados en torno a los polines verticales y al horizontal. Fabián se dedicó a envolver los cuadros y objetos ocupando para tal efecto papel periódico que yo había llevado. Amarraba con un hilo plástico reciclado que también le entregué. Toda esta operación la ejecutaba en cuclillas en el embaldosado del acceso al Mercado. Al mover el cubículo, descubrimos cajas unipersonales de envases de jugos y servilletas arrugadas
Al poco rato llegó otro compañero del hogar universitario. También es estudiante de agricultura en el mismo centro universitario, pero el cursa el cuarto año de la carrera. Con su ayuda destrabé el armazón de madera y la cortina.
No recuerdo en qué momento se hizo presente Brenda Sandoval. Me dijo que venía de supervisar otras obras expuestas en la Feria. Acordamos que me haría llegar el registro del audio del seminario realizado la noche anterior. Después acordamos que yo le entregaría vía e-mail los datos de una cuenta bancaria. Antes me había dicho que el monto a cancelarme, no podía tenerlo en ese día en efectivo, porque la oficina estaba cerrada y no recuerdo qué impedía contactar a una encargada de las finanzas.
No teníamos ninguna información que agregar en esos minutos y nos despedimos. Caminó con uno de los estudiantes hasta la oficina del administrador del Mercado. Al regreso, dijo que en ese local guardáramos los materiales y obras. Los universitarios trasladaron el cubículo, la silla, los cuadros y los polines. En la oficina, Fabián acomodó los cuadros de pequeño formato en el interior del cubículo. Cada cuadro, lo mismo que el par de frascos de conserva, lo envolvió con admirable prolijidad y cuidado. En la pequeña oficina todo quedó instalado entre el cubículo negro y la mesa que ocupa el administrador.
Salimos los tres del Mercado. Me despedí del segundo universitario. Con Fabián caminamos hacia el terminal de buses, porque él se dirigía en esa dirección. Le comenté que había observado la nula presencia de flyers de tocatas de rock pegados en los muros. Para mí daban cuenta de la inexistencia de grupos de rock locales. Le pregunté cómo eran los fines de semana en Curicó. Dio una respuesta desganada. Le dije ‘los fines de semana tú te dedicas a estudiar nomás’. Sí, dijo. Caminamos entre una docena de alcohólicos de mediana edad arracimados en la vereda. Unos, ebrios, permanecían sentados, apoyando la espalda en la pared. Al aproximarnos a ellos, le dije a Fabián que pasaríamos entre una Corte de Príncipes Macheteros. El se sonrió y dijo que esa parte de la ciudad era un barrio venido a menos. Al acercarnos, nos pidieron una moneda de cien pesos.
Durante la caminata al terminal de buses, me preguntó cuantos años llevaba pintando. Intensivamente, cinco, le dije. Ha avanzado harto, comentó. Yo le había preguntado acaso había tenido Artes Visuales en su enseñanza secundaria. Dijo que sí, y se acordaba del nombre de su profesor. Durante el trayecto le pregunté que había pasado con lo aprendido en su asignatura de Artes, si acaso había seguido dibujando o pintando. No, nada, dijo. Le dije que mi sospecha era que su afición al fútbol había desplazado el interés por el cultivo del arte. Hizo una afirmación moviendo la cabeza. En una esquina del terminal nos despedimos.
Abordé un bus que salía a las 13. 15 horas. Mientras el bus recorría las estrechas calles y doblaba esquinas angulosas en dirección a la Alameda, recordé a mi tío curicano. Recordé su sonrisa, sus modales educados, su figura flaca, su baja estatura. La segunda visita que hizo al hogar de mis padres ocurrió en los meses de agonía de mi madre. Seguramente el enojo juvenil, a esas alturas de la vida, había dado paso a una reconciliación no volcada al lenguaje.
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