jueves, 21 de octubre de 2010

Primavera


La catedral de Talca, colapsada significativamente por el terremoto, permanecerá clausurada durante el transcurso del tiempo primaveral.
En consecuencia, una imagen ciudadana será restada del campo de contemplación: las bodas: las novias con sus trajes blancos y la pompa del ceremonial mientras la brisa mueve los follajes de los árboles de la Plaza de Arma.

Fardos de Paja


De las instituciones privadas tal vez sean los bancos las que disponen abiertamente al público sus inmuebles.
Así, entonces, la celebración oficialista del bicentenario a la que accede una gran cantidad de público ocurre entre sus muros.
Estas instituciones han preparado una suerte de míseras instalaciones, compuestas por fardos de paja, que operan como escenario de exhibición de chupallas, espuelas, chamantos, mates, volantines, emboques, trompos y aperos.
Con este material objetual se define la identidad que celebra el bicentenario. Tal definición- no es oficial- proviene de la elite financiera privada y pública
Estos miniescenarios identitarios son perfectamente asimilados por el grueso público y se homologan con lo que sucede, para tal efecto, en las instituciones escolares.
La posición de los arreglos no interfiere el desplazamiento entre el público y las cajas pagadoras. Tampoco el desplazamiento dentro de los bancos.
Esos trazos de identidad se apoyan en elevadas columnas y muros, alimentando la mirada del hastío por parte del público.

Invierno



Solamente la experiencia personal, post terremoto, me ha hecho descubrir cual es la flor silvestre que en esta región es capaz de cruzar, sobrevivir, todo el periodo del invierno. Se trata del dedal de oro. En los días nublados, el dedal de oro abría tímidamente sus pétalos, buscando sus posibles rayos de sol. El frió de aquellos días imponen esa imagen, tan escondida y anónima en la ciudad, con un cierto rango de lo imperecedero.

martes, 27 de abril de 2010

SE ARRIENDA



La fachada se remodeló para habilitar una tienda de calzado; sin embargo, cualquier cliente podría suponer que traspasando el local de ventas encontraría las instalaciones manufactureras en toda su cadena de producción.

Por estos días, el peatón encuentra la fachada abandona y sobreviviente; en las dos jardineras de la vereda sobreviven pastos y malezas y el celeste optimista, que destacaba el muro en toda su amplitud, está descolorido.

Un letrero, colgado a siete metros de altura, anuncia que el inmueble está en arriendo.

Un elemento muy diferenciador, en comparación con los restantes inmuebles en oferta, es una fotografía en color, de igual formato y casi idénticas medidas a las del letrero.

La fotografía muestra una vista general del interior del inmueble, donde estuvieron funcionando las maquinarias de aparado y otras. Lo radical de la fotografía es que lo muestra vacío. Un gran haz de luz solar cae sobre el radier y, al refractarse los ángulos del cielo del amplio galpón.

Podríamos suponer que la iluminada exhibición del equivaldría, para un posible interesado, a un Sin Comentario; ahorro de tiempo para el rentista o corredor de propiedades, pues no tendría que acudir a mostrar el inmueble. O podríamos colegir que estamos presenciando un emergente procedimiento del mercadeo de los arriendos.

Otro ángulo de percepción va hacia la derivación semiótica. De un modo ingenuo nos acercamos a emparentar el inmueble con las obras del primer conceptualismo; así tenemos la fachada como signo que en sí contiene el significante- el letrero- y el significado- la foto del galpón vacío-.

sábado, 3 de abril de 2010

Una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa…


Ante la justa electoral de diciembre de 2009, un senador en ejercicio, candidato a la reelección, visita y saluda, en sus puestos de trabajo, al electorado femenino en el Día de la Mujer.
Entra a las oficinas de una repartición pública y a cada una va regalando una flor.
¿Dónde aparece lo contradictorio, lo disruptivo, en este mensaje?
La contradicción está presente: la rosa es de plástico.
Sucintamente, lo que el senador está haciendo en tan combativa conmemoración es borrar con el codo lo entregado con la mano.
El gesto está mal estibado: una carga de aparente buena intención galante se enfrenta a la demostración de torpeza, cuando no supina estupidez, desprolijidad en el trato, desatención y perversión del código del romántico lenguaje de las flores.
Al revés del registro de Acción Sentimental de Gina Pane, aplastando contra su antebrazo una rosa con tallo y espinas -provocándose pequeños sangramientos-, la acción política del senador lesiona la moral del homenaje a la mujer y menoscaba su auto-percepción.

Monday Monday



Me levanté a las siete de la mañana. No había suministro eléctrico domiciliario .Me bañé utilizando agua conservada en dos botellas de coca cola de dos litros. Seguía saliendo un hilillo por las llaves de agua.
Me dirigí al paradero a tomar un taxi colectivo. Los semáforos permanecían fuera de funcionamiento. En los cruces de calles los automovilistas eran extremadamente cuidadosos. Después de una espera de unos quince minutos apareció uno. Yo iba predispuesto a pagar cuatro veces el valor del pasaje, porque circulaban rumores que se habían disparado los valores de los pasajes. El chofer, sin embargo, cobró el valor normal. Los pasajeros hablaban de saqueos durante las noches en algunos sectores de la ciudad. En una esquina, un grupo de pobladores hacía fila para sacar agua de un grifo. El recorrido por los sectores de reciente construcción del sector sur, no mostraba daños. Esta normalidad cambió cuando cruzamos el Puente Piduco de la Calle Once Oriente. Todas las casas de adobe tienen muros en el suelo o a punto de caer. Grupos de hombres y mujeres sacaban mobiliario. Otros cargaban camiones de mudanza. No había diferencia entre la gente que colaboraba en cargar los camiones; participaban jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos.
Cuando el taxi pasó por el puente bajo nivel de la Calle Ocho Sur las imágenes de casas maltrechas no cambió. Sin embargo al entrar al Barrio Oriente, uno de los pertenecientes al antiguo casco urbano, la calles se estrecharon para el paso del taxi porque escombros sobrepasaban las veredas. En la Calle Catorce Oriente los semáforos estaban en funcionamiento. Al comentarle al taxista, él dijo que en el sector oriente de Talca ya había llegado el suministro eléctrico.
Entré al Liceo Santa Marta. Presumí que todos los asistentes, alrededor de veinte, se habían bañado utilizando el mismo procedimiento. Me dijeron que el daño mayor en el colegio era un muro que literalmente reventó como corcho de botella de champaña, en un segundo piso, cayendo sobre una escalera de acceso. Uno de los fragmentos medía un metro por un metro. Sobresalía del pasamano. Con un profesor recorrí el laboratorio de química. Le dije que había fallecido un profesor de química del Colegio de La Salle , que había sido su condiscípulo universitario. Dijo que ya estaba enterado. Agregó que a ese profesor, junto a otros, le gustaba ‘la onda de los pubs’, que había invertido en un café con piernas. El piso lo cubrían informes y restos de probetas y tubos de ensayo. Una grieta temible recorrí el muro poniente.
En un patio interior marcos de ventanas de un metro y medio por dos habían volado desde diez metros de altura. Pregunté a la bibliotecaria cómo estaba su lugar de trabajo y me dijo ‘quedó muy mal’. Regresé caminando por el Barrio costanera y el panorama era el mismo: cintas plásticas de prevención adheridas a muros a punto de caer, forados en las viviendas, techumbres destruidas o a punto de irse al suelo, mudanzas, muebles viejos arrumbados en las veredas, escombros, maderos apoyando murallas y poca gente en las calles. Observé una anciana gorda sentada en la puerta de su casa en un sillón muy elegante. Una frazada cubría sus piernas.
En la tarde, caminé desde mi domicilio hasta la Plaza de Armas. En el trayecto previo observé escasos destrozos. Una cuadra antes de llegar, una muralla de adobe aplastaba dos automóviles de un local de venta de vehículos. Todas las viviendas de adobe en la cuadra antes de llegar a la plaza están irrecuperables. Al pasar por la Municipalidad escuché a un corresponsal extranjero preguntar a un funcionario del municipio ‘dónde estar más daño’; el tipo le respondió ‘en la Dos Sur ’. El corresponsal: ‘¿Dónde estar Dos Sur?’ Frente al edificio municipal habían puesto ocho mesas con funcionarios respondiendo consultas de vecinos. Me percaté que en la Plaza , donde habitualmente uno contaba cien o más personas en un día normal, no había más de diez. Las dos cuadras antes de llegar al velatorio mostraban el edificio conocido como la Municipalidad Vieja totalmente destruido. En el edificio de una empresa constructora los letreros y la propaganda adherida a sus muros estaban caídos. Los focos que los iluminaban también estaban destruidos.
A las dieciséis horas llegué a la misa fúnebre en un hall habilitado en el Colegio De La Salle. Saludé a la amiga que me informó de la hora del oficio religioso. Otra profesora me dijo que encontraron el cuerpo del profesor en la morgue, que desde la noche del viernes, estaba desaparecido, que ese deceso era la guinda de la torta.
Demoraba la llegada del vehículo de la funeraria. Estaba en el aire el que ese día los servicios funerarios estaban superados por la demanda. Cuando habían transcurrido cuarenta minutos después del término de la misa, decidí ir a visitar a un amigo que vive en el corazón del Barrio Norte.
Caminé hacia la Alameda Bernardo O’Higgins e iba inventariando los destrozos en la fachada del Colegio De la Salle; en la vereda del frente, el Teatro Chico, severamente dañado. El Teatro Regional del Maule sólo presentaba ventanales destruidos en el tercer piso.
Crucé la Alameda y me interné por la Calle Dos Oriente. En la Alameda, un olivo estaba derribado en una porción de césped. De la frase Jesucristo Ayer y Hoy, escrita en una muralla de adobe junto a la iglesia San Agustín, sólo se lee con nitidez ‘Hoy’. El templo presentaba un costado resquebrajado y abierto en el lugar donde debería haber habido una cadena. Los muros de tres o más hiladas de ladrillos, que impresionan por su grosor, se veían frágiles y amenazantes. En la vereda del frente contemplé un muro de ladrillos de diez metros de largo tirado como un papel sobre la vereda. En varios domicilios procedían a hacer mudanzas. Ingresé a la Calle Cuatro Oriente y avancé caminando casi cinco cuadras. La típica construcción de adobe no resistió. Muchas casas tenían la cinta plástica de prevención. Debí caminar por el medio de la calle porque los escombros y las cintas impedían usar las veredas. Observé situaciones locas: dos obreros levantaban un cierre de malla de alambre donde hubo un grueso muro de adobe. A través de la malla, uno podía ver jardines primorosamente cuidados, con pequeñas terracitas por aquí y por allá. Contemplé casas pulcramente pintadas que se ofrecían en arriendo o a la venta, desde antes del sismo. Y estaban con grietas peligrosas. Contemplé techumbres de teja de tal manera destruidas que la única imagen que pude hacerme era la de una ametralladora ensañándose con ese elemento de la vivienda. Mi amigo no se encontraba en casa. Ya había retirado gran parte de los escombros y restos de tejas que obstaculizaban su vereda. Regresé caminando por la Calle Cinco Oriente en dirección al centro. La misma destrucción y actividad: mudanzas y cintas de prevención. El Liceo Abate Molina, con su fachada neoclásica, estaba lesionado y el frontón en la puerta de acceso no daba lugar a reparación. Crucé la Alameda y se daba la misma tónica: casas de adobe destruidas. El Restaurante Mayo, con una tradición de sesenta años de funcionamiento, está imposible de reparar o rescatar. La Biblioteca Regional solo presentaba daños en sus grandes ventanales. En el supermercado Las Brisas había una fila para entrar. Veinte personas. En la puerta un funcionario del supermercado anunciaba a los compradores cuando entrar y cuantos- uno o dos. También en la puerta había dos conscriptos sin armas y dos carabineros. Me puse a la fila. Esperé diez minutos y observé el restaurante El Piropo, ubicado en la esquina nororiente del Mercado Central, absolutamente derrumbado. A medida que me acercaba a la puerta, pude ver la destrucción de los locales comerciales por la Calle Cinco Oriente, antes de llegar a la Calle Uno Sur. Un tipo, que fue acompañado de una mujer de unos treinta-y-tantos, reclamó todo el rato por la imposición de hacer fila para ingresar al supermercado y nuca se puso en la fila. Dos universitarias conversaron entre sí, en voz alta, diciéndose la necesidad de estar tranquilos y respetar el orden para hacer las compras en ese lugar. El padre de las chiquillas les dijo que compraran lo más que pudieran. Ellas dijeron que la reducción del aprovisionamiento sería beneficiosa para bajar de peso.
A cada rato, se percibían las réplicas. Un carabinero advertía separarse los faroles que cuelgan de la marquesina. Cuando entré se acercó un adolescente y apuradamente me preguntó qué compraría. Me desconcertó. Titubeé. Él me dijo ‘lleve de esto o lleve de esto otro’. Sacaba los alimentos de carros que habían llenado sólo con un producto. Antes de dos minutos había comprado una canasta mínima. En la caja cancelé doce mil pesos. La cajera se quejó de cansancio. Mientras ella digitaba la calculadora, observé el interior del supermercado. Y no vi ninguna estantería en orden. Los pasillos los cubrían cientos de artículos desparramados en el piso: botellas sobres, cajas, etc.
Salí cargando tres bolsas plásticas y caminé por la Calle Cinco Oriente en dirección sur. La destrucción de los locales comerciales es total e irreparable. Pasé por el costado oriente de la iglesia salesiana y tuve miedo de caminar por esa calle: parece a punto de venirse a bajo. Contemplé su fachada neogótica y sobrecoge su destrucción. Las calles siguientes, hasta la Cinco Sur estaban con escombros cubriendo las veredas. Doblé por la Calle Cuatro Sur y el local de la empresa Entel estaba copado por periodista extranjeros. En un furgón de TVN, un técnico estaba editando. A espaldas suyas, en el piso, había un televisor encendido transmitiendo la señal que era recepcionada en el Chile normal. Me acerqué y durante un minuto contemplé la destrucción e incendios en la ciudad de Concepción. Por primera vez veía televisión después de tres días sin electricidad ni señal. En la cuadra de la Cuatro Oriente , entre Cuatro y Cinco Sur, las antiguas casas de adobe mostraban muros y techumbres destruidos por el sismo, marcos desencajados y puertas chuecas.
Al cruzar el Puente Piduco de la Calle Uno Oriente, uno ingresa a otro Talca, deja atrás el antiguo casco urbano. No se observa destrucción. Lo sorprendente fueron los almacenes de barrio desabastecidos.
En la noche volvimos a prender velas para iluminar un rato. A cada rato, despertábamos con las réplicas y corríamos hasta la puerta de calle.

Lunes 2 de Marzo de 2009.-

Despertar Silencioso



Un despertar tan silencioso como el día anterior
Seguí ordenando el caos de la casa. Revisé el cobertizo; Una mesa había caído sobre las bicicletas. No había llegado suministro eléctrico ni agua potable. La dieta era melón y yogurt. Salí hasta los almacenes del barrio. El deambular de todo tipo de personas era usual. Parecía a una multitud dirigiéndose a las fondas dieciocheras. No se veían taxis-colectivos ni microbuses del recorrido urbano. Pregunté a un tipo donde había conseguido agua. Dijo que a pocas cuadras habían abierto un grifo. La gente compraba gaseosas. No había pan. Se había agotado la provisión de harina cruda. La almacenera informaba que las panaderías no funcionaban por falta de energía eléctrica. Caminé hasta un local donde suele haber bastante aprovisionamiento de pan. Un tipo escuchaba una radio portátil. Le pregunté acaso informaban cuando volvería el suministro de luz y agua. Dijo que de esa información no había ninguna precisión. Los locutores insistían en tener calma y tranquilidad. La puerta estaba entreabierta y vendían sólo gaseosas. No quedaban galletas. Repartían gratuitamente helados, que se derretían en las congeladoras. La dueña del almacén sollozaba y se notaba que recién había secado sus lágrimas.
Recibí tres helados. Volví a casa y entregué dos a Joaquín. Estaba acostado.
Yo escuchaba voces de niños jugando a la pelota en la calle.
A ratos escuchaba las transmisiones de una radio local.
A través de la ventana, vi pasar gente con recipientes. Salí y tomé dos ollas y seguí el desordenado desfile. En un pasaje, a cien metros, un camión aljibe repartía agua. La gente se comportaba ordenadamente. Vi personas que me era absolutamente desconocidas. Una mujer informaba que en el Teatro Regional había equipos cargando celulares, sólo hasta las catorce horas. En la fila sentía el calor del sol y la sensación que la piel pedía una ducha. Las mujeres llevaban su pelo ordenado pero las cabelleras habían perdido su brillo. Regresé a casa, pedí a Joaquín que llevase recipientes. Seguía acostado. Se levantó. Suspiraba. Cargó tres envases de coca cola.
Llamé a tres amigos. Uno me dijo que en su domicilio, en el barrio norte, el techo de tejas había caído sobre dos automóviles que tenía en reparación. Me agradeció que lo llamara. Me dijo que le había recordado que a su vez debía llamar a otras personas de su familia. Llamé a un segundo amigo. Su casa se ubica en el sector céntrico; dijo que la vivienda había resistido bien. Pregunté por sus padres octogenarios. Dijo que estaban bien, que los había sacado al patio durante el terremoto, que su mamá a los diez minutos había olvidado todo. Sugirió que después no reuniéramos para reírnos de la situación. Una sobrina suya había recorrido el centro comercial y le había contado que era una visión calamitosa, además de hacerse eco de todo rumor inverosímil: “Era pa´patearla. Venir a asustar a los viejo”. El tercero que recibió mi llamado, me dijo que el terremoto le había hecho bien a su familia; viven en un sector residencial y las dos noches que pasaron en la plaza-jardín, frente a su casa, habían conversado por primera vez en mucho tiempo.
A eso de la una de la tarde, Marta llamó desde Santiago. Preguntó cómo estábamos. Ella estaba con Diego cuando se produjo el sismo en la Villa Portales. Dijo que estaba tratando de encontrar pasajes a Talca. Media hora más tarde, llamó diciendo que no viajaría. Acordamos que era lo mejor que podía hacer. Veinte minutos después, en otra llamada, dijo que viajaba en un bus hasta Curicó, porque el Puente Lircay sólo aceptaba el paso de vehículos menores. Planteó que fuésemos a buscarla a Curicó en el automóvil. El automóvil no disponía de suficiente gasolina. Había averiguado que en una gasolinera estaban vendiendo combustible. Dada la incerteza de la información acerca del uso vedado del Puente Lircay, me dijo que lo averiguara en la comisaría del sector.
Llegué hasta el recinto policial. Atendían consultas de los vecinos Llegaron dos tipos a preguntar por la severidad del anunciado toque de queda. El carabinero dijo que la presidenta había firmado el decreto de imposición de la ley marcial, pero su implantación dependía de la autoridad regional. Lo acompañaba una carabinera muy joven, maquillada y con el cabello sin brillo. El carabinero les preguntó específicamente cuál duda tenían. Ellos le dijeron que habían instalado un velatorio en un domicilio y se preguntaban por las dificultades para desplazarse en la noche. El carabinero aclaró que el toque de queda anunciado tendrá un ribete criterioso, que dependería del militar que encuentre al peatón nocturno; enfatizó que ese peatón no debería andar por donde no debía. Esa es la expresión que utilizó.
A mi consulta, respondió que el puente sólo estaba habilitado para vehículos menores.
Joaquín echó a andar el automóvil y por primera vez salimos de casa hacia la zona céntrica. Los vehículos circulaban con extrema moderación. No había semáforos funcionando y en las intersecciones de calles donde hubo mucho tráfico, ahora se atochaban los vehículos y los conductores pacientemente se autorizaban adelantamientos mediante gestos; así, cada vehículo lograba abrirse paso.
En nuestro avance, divisamos roturas en las casas de adobe, vigas, maderos expuestos, mobiliarios. En la intersección de las calles Seis Sur con Seis Oriente observé, en un segundo piso, dos fachadas de departamentos que literalmente explotaron hacia la calle. Al doblar en dirección al centro, los escombros de una casa de adobe habían cubierto la calzada. Joaquín dijo algo relacionado a hacer las cosas lentamente.
Las cuatro cuadras siguientes nos sacaban exclamaciones de asombro, porque el deterioro inmobiliario es atronador.
Joaquín me dijo que había escuchado que, en una gasolinera cerca de San Rafael, uno podía ducharse. Lo había escuchado en la radio. Quería que llegásemos hasta allí.
Al entrar a la Avenida Dos Sur, nos percatamos que la fila de automóviles era de cuatro cuadras. Rodeamos la Plaza La Victoria y Joaquín enfiló hacia la Calle Uno Sur. En el recorrido de una cuadra observé quebrazón de vitrinas, letreros destruidos, cornisas y otros elementos de techumbre caídos. Los curiosos y peatones caminaban por el medio de la calle y como nunca antes otros se movilizaban en bicicletas de todo tipo.
Al llegar a pocos metros de la Avenida Dos Sur, desplazándose por la Calle Siete Oriente, estacionó al final de la larga fila.
El automóvil precedente lo conducía un tipo con su familia, su esposa y dos hijas. En su radio, puesta a gran volumen, escuché el nombre de un profesor con quien trabajé durante diez años en el Colegio de La Salle de Talca. Me acerqué y pude oír como la voz quebrada de uno de los locutores informaba que falleció en un ‘conocido restaurante de la Diez Oriente ’.
Al doblar por la Calle Seis Oriente, observamos el recién construido edificio Amalfi. Una grieta vertical lo recorre de arriba abajo. Atemorizaba pensar que las secuelas, que se sentían en todo momento, podrían mandarlo abajo. Casi todos los conductores empujaron sus vehículos hasta llegar a la gasolinera. En el primer piso, en una vitrina de un local de venta de vestuario, había caído el par de maniquíes. Quedaron tirados en una posición ridícula, que mueve a la risa. Al llegar a la Calle Uno Sur había transcurrido una hora. Observé una fotografía insertada en un pedestal mecánico. Retrataba un grupo familiar rodeando una anciana pareja de ancianos.
En los locales comerciales observamos cielos falsos caídos sobre máquinas, vitrinas, congeladoras y mobiliarios.
En el cruce de la Calle Uno Norte, los vehículos de la fila dejaban un trecho para el tráfico de los automóviles que se movían por esa calle. En un momento, una pareja de cincuentones intentó ponerse a la cola de la fila vehicular que se ordenaba al otro costado de la Calle Seis Oriente. Los bocinazos se hicieron sentir y también la rechifla. Al conductor no le quedó otra salida que echar marcha atrás y continuar desplazándose por la Calle Uno Norte. La mujer que lo acompañaba hizo el gesto de levantar el dedo del medio para todos los que habían reclamado con tanta energía.
Antes que pudiéramos pasar a la cuadra siguiente, apareció un camión bastante largo y hubo que crearle un espacio para que pudiera doblar en dirección Uno Norte. Se acercó un profesor de Artes vistiendo un mameluco. Le vi y recordé que su casa habitación estaba domiciliada en una pequeña cité a mitad de cuadra. Allí se veía polvo y destrucción. Lo saludé y me dijo ‘al final tuve que cambiarme’, para decirme que su casa se había venido abajo. Dio instrucciones al chofer del camión, indicándole como estacionar frente a su domicilio en ruinas.
A cada rato empujábamos el Toyota. En los ochenta metros finales se formó una fila de hombres y mujeres provistos de bidones. Identifiqué a una ex alumna perteneciente a la tribu urbana gótica, que había llegado en bicicleta. En la cola, era normal.
Sólo expendían gasolina por la suma de diez mil pesos, como máxima cantidad de compra. Cargamos y nos desplazamos por la Calle Dos Norte. Vimos casas de adobe con sus techos caídos, paredes volcadas sobre las veredas. Al pasar por la Plaza de Armas, vimos el deterioro con que había quedado el edificio neoclásico de la Intendencia Regional. En el cruce de las Calles Dos Sur con Uno Oriente, observamos las grietas en los pisos quinto, sexto y séptimo del Edificio Aranjuez.
Seguimos avanzando por la Calle Uno Oriente en dirección sur y las casas de adobe enseñaban un destrozo irretornable. Joaquín seguía suspirando a cada rato.
Al llegar a nuestra casa, después de dos horas, ambos nos quejamos de dolor de cabeza.
Alrededor de las veinte horas, recibí una llamada telefónica de una amiga. Me dijo que el cuerpo del profesor fallecido en un restaurante será velado en un sector que se habilitará en el Colegio De La Salle, porque la capilla quedó en pésimas condiciones después del terremoto. Su funeral será al día siguiente, a las tres y media de la tarde. Se preguntaba acaso sería apropiado ir a dar una vuelta por el colegio en la mañana. Le dije que su asistencia, en las actuales condiciones, sería bien recibida y oportuna.
Una hora y media más tarde, Marta arribó por sus propios medios. En el Terminal de buses de Curicó, conductores de mini-buses ofrecían trasladar pasajeros hasta Talca. De inmediato comenzó una limpieza más profunda en toda la casa.
Al igual que la tarde del día anterior, nos visitó una amiga con sus dos hijos adolescentes. Conversamos y compartimos anécdotas. El padre de los chiquillos había ido a visitar a su madre en Cauquenes, porque la señora habita una casa de adobe. La encontró bien y la casa sin daño significativo. Dijo que había visto mucha destrucción de viviendas. Al regresar trajo a tres personas que habían sobrevivido al tsunami en Pelluhue. Un joven había escapado a pie pelado. Los tres pasajeros lo único que querían era llegar a Talca. Esta vez bebimos cerveza. A las nueve y media y había oscurecido. Prendimos velas y ellos regresaron a su casa.
A eso de las once de la noche empezó a salir un hilillo de agua. Llenamos botellas y ollas.
Antes de dormirme descubrí que durante el día se me había pegado el sonsonete del jingle de Sábados Gigantes, utilizado para la finalización de la emisión televisiva. Nunca lo había tarareado. Mi cabeza…
Domingo 1 de Marzo De 2006.-

TALCA, Sábado 27 Febrero 2010.


Al salir escapando del movimiento…, me detuve bajo el dintel de la puerta de calle. Joaquín me había antecedido y corría, con los brazos abiertos, gritando. ¡Está temblando! ¡Temblor! Se había parado en medio de la calle.

Le grité que regresara a quedarse conmigo. Me hizo caso. Me abrazó, cosa que nunca hace. Temblaba. Tiritaba. Lo calmé diciéndole que pasaría luego. Los movimientos ascendentes calculé que debían ser entre diez o quince centímetros. La noche estaba clara. Miré el cielo. Era lo único donde podía fijar la vista. Los ruidos se sumaban: el follaje, la caída de los cuadros, la quebrazón de vajilla, batir de puertas, golpeteo de marcos sobre los muros, gritos y órdenes de los vecinos, nombres propios pronunciados a gritos, ladridos, ruidos subterráneos como si grandes bolones chocasen entre sí, las alarmas de los automóviles. Pensé que lo más probable era que un meteorito habría caído segundos antes en la cordillera, o por esos lados, y estuviésemos experimentando su onda expansiva, como lo muestran los documentales. Pensé también, cuando me di cuenta que la duración no tenía límite y mantenía igual intensidad, que tal vez vivíamos una especie de cataclismo cósmico. Después me resigné y supuse sobriamente que lo que estábamos experimentando era el tan mentado acabo de mundo.

Terminado el movimiento mayor, salí a cortar el suministro eléctrico, por temor a un cortocircuito. Busqué velas y alumbré. El pasillo que conecta el comedor con el baño y los dormitorios era intransitable. Lo mismo la cocina. A mi dormitorio no se podía entrar. En el baño había agua en el piso. Un librero estaba caído sobre la cama, todos los objetos puestos en él, se repartían encima de la superficie del cobertor.

El dormitorio de Diego, mostraba libros, la guitarra, su televisor, discos compactos, cassetes y otros objetos cubriendo el piso también

En el living había caído el televisor y el monitor del PC estaba a punto de irse al suelo. Joaquín puso ambos sobre el sofá. Desconectamos estos aparatos. La calle estaba a oscuras. Escuchaba alarmas de vehículos y de casas. Llamé a Joaquín a la cocina para que viera cuan desplazado estaba el refrigerador, casi sesenta centímetros. Volví a la calle: el automóvil de mi mujer, Marta, se había desplazado, estando enganchado, un metro cincuenta aproximadamente.

Le entregué a Joaquín un caja de fósforos y una vela y le planteé que lo más atinado hacer en ese momento, advirtiéndole que vendrían réplicas, era irse a dormir. Y así lo hicimos. Caminamos los metros necesarios hasta nuestros respectivos dormitorios, pisando diversos objetos, y nos acostamos. Sujeté la vela y los fósforos sobre mi pecho y dormí.

Escuché a un vecino gritar ¡Afuera dormimos, todos! Seguí escuchando las balizas de los carros de bomberos y de ambulancias.

Cuando habían transcurrido unos diez minutos, en la casa vecina escuché el encendido del motor del automóvil, ruidos de la puerta y la reja del antejardín y luego el ruido del rodar del vehículo alejándose.

Traté de encontrar el despertador para desconectar la alarma. La había puesto para acostumbrarme a levantarme temprano pues al día subsiguiente comenzaban las clases. Era tal la cantidad de libros y objetos que no pude hallarlo, aunque escuchaba su tictac.

En las réplicas que siguieron, hicimos el dificultoso recorrido hasta el dintel de la puerta y siempre volvimos a dormir. En estos trayectos totalmente a oscuras temía herirme la planta de los pies.

El despertador sonó a las 07.45 horas. Me levanté y comencé a despejar y devolver los objetos a cada lugar.

Un frasco de Nescafé había caído y roto su tapa. Su contenido se había mezclado con yogurt. El olor era desagradable y se formó una especie de cola fría. Retiré cuidadosamente los restos de vidrios y loza. Examiné cuales objetos no estaban quebrados. Tres botellas de vino, depositadas a dos metros de altura, curiosamente habían aterrizado sin novedad. Muchos vasos y platos estaban sucios con yogurt. Al tratar de lavarlos, pude verificar que no disponíamos de suministro de agua potable ni luz eléctrica. El agua disponible era la del estanque del inodoro, medio litro en el termo y una cantidad de jugo de maíz en una olla donde Marta había cocido unos choclos el día anterior, antes de viajar a Santiago.

Cuando paraba de recoger objetos, libros herramientas, o mover muebles, no tenía donde lavarme las manos, sino en el agua de los choclos.

No podíamos ocupar el baño para defecar ni orinar, porque perderíamos el agua del estanque. Además, se juntarían olores desagradables en la casa.

Orinábamos en un tarro vacío de pintura y el líquido lo echamos a las plantas más grandes. La buena digestión fue un problema. Lo solucioné haciendo sobre hojas de periódico puestas sobre un lavatorio; luego, encerré el contenido en forma de paquete, cavé treinta centímetros en el patio y lo enterré.

Asumimos la dieta blanda. El desayuno fue yogurt y melón; lo mismo, al almuerzo y la once. Echaba de menos algo caliente. Había olvidado comprar gas el día anterior y tampoco podíamos ocupar la cocina.

Hasta eso de las diez de la mañana el silencio en el ambiente era casi increíble. Parecía una ciudad dormida o vacía de moradores. Empecé a escuchar movimientos en las casas vecinas.

A ratos, en la radio de algún automóvil, escuchaba la transmisión de una emisora local, pero no atendía a las noticias y a los mensajes que entregaba.

Un matrimonio joven que vive casi frente a nuestra casa fue visitado por amigos. Los adultos comentaban las metidas de pata de otros adultos durante y después del sismo. Los niños hacían lo mismo. Escuché a uno, de unos nueve años, decir lo que había hecho: ‘¡Yo cerré los ojos!’.

Estuve todo el día devolviendo cosas a su sitio. Sólo me detenía a comer. Encontré pliegos de papel de regaló y forré libros que recogía. Lo hacía porque sentí intuitivamente que necesitaba, en medio del caos, que en algo dominaba la situación.

Llegó la noche y nos iluminamos con velas

Las replicas, un promedio de veinte, y algunas bastante fuertes, no cesaban de producirse e intranquilizar.

Fue un día extremadamente silencioso.

miércoles, 10 de febrero de 2010

El Féretro de Renán Valdés


Vía e-mail me informan del inesperado deceso de Renán Valdés, pintor talquino y animador cultural de al menos tres décadas del siglo pasado

A las 12:30 horas ingreso al velatorio de La Iglesia San Agustín, en La Alameda Bernardo O’Higgins. En la vereda hay cuatro hombres y una mujer; uno cuenta a ella pormenores triviales del cotidiano de Valdés, previos a su deceso. En el interior hay doce mujeres.

El féretro está flanqueado por arreglos florales. La ventanilla permanece cerrada. Alguien ha puesto una fotorretrato en blanco y negro de Renán Valdés; mide aproximadamente treinta por cuarenta centímetros.

El costado izquierdo lo ocupa la estampa del pintor, quien ha sido retratado en un plano americano. Sus brazos están cruzados, su semblante entrega un aspecto sereno y alegre, viste un pulóver de cuello subido y su peinado prolijo.

En el costado derecho de la fotografía es posible observar el fragmento de un cuadro suyo de fines de los ochentas. En la parte superior del cuadro se lee ‘AFGANISTAN’. Me asiste casi la certeza que fue expuesto en su última retrospectiva. La escasez de grises no alcanza a ilustrar el minucioso quehacer de la pincelada, característica de su pintura.

La apostura patricia de Renán Valdés es el exacto contrapunto con el grafismo -dotado de un nerviosismo, de una inquietud- con que escribiera AFGANISTAN.

El féretro de artista… Al principio de los noventas, amigos de un joven artista inglés cumplen su deseo póstumo: pintar en toda la superficie del ataúd diseños florales de William Morris. Casi siete décadas antes, Kasimir Malevich es sepultado en un ataúd construido y ornamentado bajo las pautas programáticas de la estricta composición suprematista.

Estos usos, dirigidos a dotar al féretro de una estética identitaria, no comparten la superficie como lo hace el ritual funerario militar o político, donde la norma es cubrirlo con la bandera nacional o del partido político, es decir, revestir la memoria del difunto desde la gravedad del símbolo. En el ciudadano común ha ido arraigando la costumbre de poner la fotorretrato encima del féretro.

Los deudos de Valdés han consentido en poner una fotografía para su reconocimiento y, también, como una suerte de guía para aquellos que no lo veían en mucho tiempo.

La palabra AFGANISTAN, entrometiéndose en la hora de la partida, reclama con mayor énfasis las pautas por donde registrar la memoria de Renán Valdés, pues no es gratuito que junto a él se instale el valor del signo.

Viernes 5 de Febrero de 2010.-