sábado, 3 de abril de 2010

Despertar Silencioso



Un despertar tan silencioso como el día anterior
Seguí ordenando el caos de la casa. Revisé el cobertizo; Una mesa había caído sobre las bicicletas. No había llegado suministro eléctrico ni agua potable. La dieta era melón y yogurt. Salí hasta los almacenes del barrio. El deambular de todo tipo de personas era usual. Parecía a una multitud dirigiéndose a las fondas dieciocheras. No se veían taxis-colectivos ni microbuses del recorrido urbano. Pregunté a un tipo donde había conseguido agua. Dijo que a pocas cuadras habían abierto un grifo. La gente compraba gaseosas. No había pan. Se había agotado la provisión de harina cruda. La almacenera informaba que las panaderías no funcionaban por falta de energía eléctrica. Caminé hasta un local donde suele haber bastante aprovisionamiento de pan. Un tipo escuchaba una radio portátil. Le pregunté acaso informaban cuando volvería el suministro de luz y agua. Dijo que de esa información no había ninguna precisión. Los locutores insistían en tener calma y tranquilidad. La puerta estaba entreabierta y vendían sólo gaseosas. No quedaban galletas. Repartían gratuitamente helados, que se derretían en las congeladoras. La dueña del almacén sollozaba y se notaba que recién había secado sus lágrimas.
Recibí tres helados. Volví a casa y entregué dos a Joaquín. Estaba acostado.
Yo escuchaba voces de niños jugando a la pelota en la calle.
A ratos escuchaba las transmisiones de una radio local.
A través de la ventana, vi pasar gente con recipientes. Salí y tomé dos ollas y seguí el desordenado desfile. En un pasaje, a cien metros, un camión aljibe repartía agua. La gente se comportaba ordenadamente. Vi personas que me era absolutamente desconocidas. Una mujer informaba que en el Teatro Regional había equipos cargando celulares, sólo hasta las catorce horas. En la fila sentía el calor del sol y la sensación que la piel pedía una ducha. Las mujeres llevaban su pelo ordenado pero las cabelleras habían perdido su brillo. Regresé a casa, pedí a Joaquín que llevase recipientes. Seguía acostado. Se levantó. Suspiraba. Cargó tres envases de coca cola.
Llamé a tres amigos. Uno me dijo que en su domicilio, en el barrio norte, el techo de tejas había caído sobre dos automóviles que tenía en reparación. Me agradeció que lo llamara. Me dijo que le había recordado que a su vez debía llamar a otras personas de su familia. Llamé a un segundo amigo. Su casa se ubica en el sector céntrico; dijo que la vivienda había resistido bien. Pregunté por sus padres octogenarios. Dijo que estaban bien, que los había sacado al patio durante el terremoto, que su mamá a los diez minutos había olvidado todo. Sugirió que después no reuniéramos para reírnos de la situación. Una sobrina suya había recorrido el centro comercial y le había contado que era una visión calamitosa, además de hacerse eco de todo rumor inverosímil: “Era pa´patearla. Venir a asustar a los viejo”. El tercero que recibió mi llamado, me dijo que el terremoto le había hecho bien a su familia; viven en un sector residencial y las dos noches que pasaron en la plaza-jardín, frente a su casa, habían conversado por primera vez en mucho tiempo.
A eso de la una de la tarde, Marta llamó desde Santiago. Preguntó cómo estábamos. Ella estaba con Diego cuando se produjo el sismo en la Villa Portales. Dijo que estaba tratando de encontrar pasajes a Talca. Media hora más tarde, llamó diciendo que no viajaría. Acordamos que era lo mejor que podía hacer. Veinte minutos después, en otra llamada, dijo que viajaba en un bus hasta Curicó, porque el Puente Lircay sólo aceptaba el paso de vehículos menores. Planteó que fuésemos a buscarla a Curicó en el automóvil. El automóvil no disponía de suficiente gasolina. Había averiguado que en una gasolinera estaban vendiendo combustible. Dada la incerteza de la información acerca del uso vedado del Puente Lircay, me dijo que lo averiguara en la comisaría del sector.
Llegué hasta el recinto policial. Atendían consultas de los vecinos Llegaron dos tipos a preguntar por la severidad del anunciado toque de queda. El carabinero dijo que la presidenta había firmado el decreto de imposición de la ley marcial, pero su implantación dependía de la autoridad regional. Lo acompañaba una carabinera muy joven, maquillada y con el cabello sin brillo. El carabinero les preguntó específicamente cuál duda tenían. Ellos le dijeron que habían instalado un velatorio en un domicilio y se preguntaban por las dificultades para desplazarse en la noche. El carabinero aclaró que el toque de queda anunciado tendrá un ribete criterioso, que dependería del militar que encuentre al peatón nocturno; enfatizó que ese peatón no debería andar por donde no debía. Esa es la expresión que utilizó.
A mi consulta, respondió que el puente sólo estaba habilitado para vehículos menores.
Joaquín echó a andar el automóvil y por primera vez salimos de casa hacia la zona céntrica. Los vehículos circulaban con extrema moderación. No había semáforos funcionando y en las intersecciones de calles donde hubo mucho tráfico, ahora se atochaban los vehículos y los conductores pacientemente se autorizaban adelantamientos mediante gestos; así, cada vehículo lograba abrirse paso.
En nuestro avance, divisamos roturas en las casas de adobe, vigas, maderos expuestos, mobiliarios. En la intersección de las calles Seis Sur con Seis Oriente observé, en un segundo piso, dos fachadas de departamentos que literalmente explotaron hacia la calle. Al doblar en dirección al centro, los escombros de una casa de adobe habían cubierto la calzada. Joaquín dijo algo relacionado a hacer las cosas lentamente.
Las cuatro cuadras siguientes nos sacaban exclamaciones de asombro, porque el deterioro inmobiliario es atronador.
Joaquín me dijo que había escuchado que, en una gasolinera cerca de San Rafael, uno podía ducharse. Lo había escuchado en la radio. Quería que llegásemos hasta allí.
Al entrar a la Avenida Dos Sur, nos percatamos que la fila de automóviles era de cuatro cuadras. Rodeamos la Plaza La Victoria y Joaquín enfiló hacia la Calle Uno Sur. En el recorrido de una cuadra observé quebrazón de vitrinas, letreros destruidos, cornisas y otros elementos de techumbre caídos. Los curiosos y peatones caminaban por el medio de la calle y como nunca antes otros se movilizaban en bicicletas de todo tipo.
Al llegar a pocos metros de la Avenida Dos Sur, desplazándose por la Calle Siete Oriente, estacionó al final de la larga fila.
El automóvil precedente lo conducía un tipo con su familia, su esposa y dos hijas. En su radio, puesta a gran volumen, escuché el nombre de un profesor con quien trabajé durante diez años en el Colegio de La Salle de Talca. Me acerqué y pude oír como la voz quebrada de uno de los locutores informaba que falleció en un ‘conocido restaurante de la Diez Oriente ’.
Al doblar por la Calle Seis Oriente, observamos el recién construido edificio Amalfi. Una grieta vertical lo recorre de arriba abajo. Atemorizaba pensar que las secuelas, que se sentían en todo momento, podrían mandarlo abajo. Casi todos los conductores empujaron sus vehículos hasta llegar a la gasolinera. En el primer piso, en una vitrina de un local de venta de vestuario, había caído el par de maniquíes. Quedaron tirados en una posición ridícula, que mueve a la risa. Al llegar a la Calle Uno Sur había transcurrido una hora. Observé una fotografía insertada en un pedestal mecánico. Retrataba un grupo familiar rodeando una anciana pareja de ancianos.
En los locales comerciales observamos cielos falsos caídos sobre máquinas, vitrinas, congeladoras y mobiliarios.
En el cruce de la Calle Uno Norte, los vehículos de la fila dejaban un trecho para el tráfico de los automóviles que se movían por esa calle. En un momento, una pareja de cincuentones intentó ponerse a la cola de la fila vehicular que se ordenaba al otro costado de la Calle Seis Oriente. Los bocinazos se hicieron sentir y también la rechifla. Al conductor no le quedó otra salida que echar marcha atrás y continuar desplazándose por la Calle Uno Norte. La mujer que lo acompañaba hizo el gesto de levantar el dedo del medio para todos los que habían reclamado con tanta energía.
Antes que pudiéramos pasar a la cuadra siguiente, apareció un camión bastante largo y hubo que crearle un espacio para que pudiera doblar en dirección Uno Norte. Se acercó un profesor de Artes vistiendo un mameluco. Le vi y recordé que su casa habitación estaba domiciliada en una pequeña cité a mitad de cuadra. Allí se veía polvo y destrucción. Lo saludé y me dijo ‘al final tuve que cambiarme’, para decirme que su casa se había venido abajo. Dio instrucciones al chofer del camión, indicándole como estacionar frente a su domicilio en ruinas.
A cada rato empujábamos el Toyota. En los ochenta metros finales se formó una fila de hombres y mujeres provistos de bidones. Identifiqué a una ex alumna perteneciente a la tribu urbana gótica, que había llegado en bicicleta. En la cola, era normal.
Sólo expendían gasolina por la suma de diez mil pesos, como máxima cantidad de compra. Cargamos y nos desplazamos por la Calle Dos Norte. Vimos casas de adobe con sus techos caídos, paredes volcadas sobre las veredas. Al pasar por la Plaza de Armas, vimos el deterioro con que había quedado el edificio neoclásico de la Intendencia Regional. En el cruce de las Calles Dos Sur con Uno Oriente, observamos las grietas en los pisos quinto, sexto y séptimo del Edificio Aranjuez.
Seguimos avanzando por la Calle Uno Oriente en dirección sur y las casas de adobe enseñaban un destrozo irretornable. Joaquín seguía suspirando a cada rato.
Al llegar a nuestra casa, después de dos horas, ambos nos quejamos de dolor de cabeza.
Alrededor de las veinte horas, recibí una llamada telefónica de una amiga. Me dijo que el cuerpo del profesor fallecido en un restaurante será velado en un sector que se habilitará en el Colegio De La Salle, porque la capilla quedó en pésimas condiciones después del terremoto. Su funeral será al día siguiente, a las tres y media de la tarde. Se preguntaba acaso sería apropiado ir a dar una vuelta por el colegio en la mañana. Le dije que su asistencia, en las actuales condiciones, sería bien recibida y oportuna.
Una hora y media más tarde, Marta arribó por sus propios medios. En el Terminal de buses de Curicó, conductores de mini-buses ofrecían trasladar pasajeros hasta Talca. De inmediato comenzó una limpieza más profunda en toda la casa.
Al igual que la tarde del día anterior, nos visitó una amiga con sus dos hijos adolescentes. Conversamos y compartimos anécdotas. El padre de los chiquillos había ido a visitar a su madre en Cauquenes, porque la señora habita una casa de adobe. La encontró bien y la casa sin daño significativo. Dijo que había visto mucha destrucción de viviendas. Al regresar trajo a tres personas que habían sobrevivido al tsunami en Pelluhue. Un joven había escapado a pie pelado. Los tres pasajeros lo único que querían era llegar a Talca. Esta vez bebimos cerveza. A las nueve y media y había oscurecido. Prendimos velas y ellos regresaron a su casa.
A eso de las once de la noche empezó a salir un hilillo de agua. Llenamos botellas y ollas.
Antes de dormirme descubrí que durante el día se me había pegado el sonsonete del jingle de Sábados Gigantes, utilizado para la finalización de la emisión televisiva. Nunca lo había tarareado. Mi cabeza…
Domingo 1 de Marzo De 2006.-

No hay comentarios:

Publicar un comentario