sábado, 3 de abril de 2010

Monday Monday



Me levanté a las siete de la mañana. No había suministro eléctrico domiciliario .Me bañé utilizando agua conservada en dos botellas de coca cola de dos litros. Seguía saliendo un hilillo por las llaves de agua.
Me dirigí al paradero a tomar un taxi colectivo. Los semáforos permanecían fuera de funcionamiento. En los cruces de calles los automovilistas eran extremadamente cuidadosos. Después de una espera de unos quince minutos apareció uno. Yo iba predispuesto a pagar cuatro veces el valor del pasaje, porque circulaban rumores que se habían disparado los valores de los pasajes. El chofer, sin embargo, cobró el valor normal. Los pasajeros hablaban de saqueos durante las noches en algunos sectores de la ciudad. En una esquina, un grupo de pobladores hacía fila para sacar agua de un grifo. El recorrido por los sectores de reciente construcción del sector sur, no mostraba daños. Esta normalidad cambió cuando cruzamos el Puente Piduco de la Calle Once Oriente. Todas las casas de adobe tienen muros en el suelo o a punto de caer. Grupos de hombres y mujeres sacaban mobiliario. Otros cargaban camiones de mudanza. No había diferencia entre la gente que colaboraba en cargar los camiones; participaban jóvenes, adultos y ancianos de ambos sexos.
Cuando el taxi pasó por el puente bajo nivel de la Calle Ocho Sur las imágenes de casas maltrechas no cambió. Sin embargo al entrar al Barrio Oriente, uno de los pertenecientes al antiguo casco urbano, la calles se estrecharon para el paso del taxi porque escombros sobrepasaban las veredas. En la Calle Catorce Oriente los semáforos estaban en funcionamiento. Al comentarle al taxista, él dijo que en el sector oriente de Talca ya había llegado el suministro eléctrico.
Entré al Liceo Santa Marta. Presumí que todos los asistentes, alrededor de veinte, se habían bañado utilizando el mismo procedimiento. Me dijeron que el daño mayor en el colegio era un muro que literalmente reventó como corcho de botella de champaña, en un segundo piso, cayendo sobre una escalera de acceso. Uno de los fragmentos medía un metro por un metro. Sobresalía del pasamano. Con un profesor recorrí el laboratorio de química. Le dije que había fallecido un profesor de química del Colegio de La Salle , que había sido su condiscípulo universitario. Dijo que ya estaba enterado. Agregó que a ese profesor, junto a otros, le gustaba ‘la onda de los pubs’, que había invertido en un café con piernas. El piso lo cubrían informes y restos de probetas y tubos de ensayo. Una grieta temible recorrí el muro poniente.
En un patio interior marcos de ventanas de un metro y medio por dos habían volado desde diez metros de altura. Pregunté a la bibliotecaria cómo estaba su lugar de trabajo y me dijo ‘quedó muy mal’. Regresé caminando por el Barrio costanera y el panorama era el mismo: cintas plásticas de prevención adheridas a muros a punto de caer, forados en las viviendas, techumbres destruidas o a punto de irse al suelo, mudanzas, muebles viejos arrumbados en las veredas, escombros, maderos apoyando murallas y poca gente en las calles. Observé una anciana gorda sentada en la puerta de su casa en un sillón muy elegante. Una frazada cubría sus piernas.
En la tarde, caminé desde mi domicilio hasta la Plaza de Armas. En el trayecto previo observé escasos destrozos. Una cuadra antes de llegar, una muralla de adobe aplastaba dos automóviles de un local de venta de vehículos. Todas las viviendas de adobe en la cuadra antes de llegar a la plaza están irrecuperables. Al pasar por la Municipalidad escuché a un corresponsal extranjero preguntar a un funcionario del municipio ‘dónde estar más daño’; el tipo le respondió ‘en la Dos Sur ’. El corresponsal: ‘¿Dónde estar Dos Sur?’ Frente al edificio municipal habían puesto ocho mesas con funcionarios respondiendo consultas de vecinos. Me percaté que en la Plaza , donde habitualmente uno contaba cien o más personas en un día normal, no había más de diez. Las dos cuadras antes de llegar al velatorio mostraban el edificio conocido como la Municipalidad Vieja totalmente destruido. En el edificio de una empresa constructora los letreros y la propaganda adherida a sus muros estaban caídos. Los focos que los iluminaban también estaban destruidos.
A las dieciséis horas llegué a la misa fúnebre en un hall habilitado en el Colegio De La Salle. Saludé a la amiga que me informó de la hora del oficio religioso. Otra profesora me dijo que encontraron el cuerpo del profesor en la morgue, que desde la noche del viernes, estaba desaparecido, que ese deceso era la guinda de la torta.
Demoraba la llegada del vehículo de la funeraria. Estaba en el aire el que ese día los servicios funerarios estaban superados por la demanda. Cuando habían transcurrido cuarenta minutos después del término de la misa, decidí ir a visitar a un amigo que vive en el corazón del Barrio Norte.
Caminé hacia la Alameda Bernardo O’Higgins e iba inventariando los destrozos en la fachada del Colegio De la Salle; en la vereda del frente, el Teatro Chico, severamente dañado. El Teatro Regional del Maule sólo presentaba ventanales destruidos en el tercer piso.
Crucé la Alameda y me interné por la Calle Dos Oriente. En la Alameda, un olivo estaba derribado en una porción de césped. De la frase Jesucristo Ayer y Hoy, escrita en una muralla de adobe junto a la iglesia San Agustín, sólo se lee con nitidez ‘Hoy’. El templo presentaba un costado resquebrajado y abierto en el lugar donde debería haber habido una cadena. Los muros de tres o más hiladas de ladrillos, que impresionan por su grosor, se veían frágiles y amenazantes. En la vereda del frente contemplé un muro de ladrillos de diez metros de largo tirado como un papel sobre la vereda. En varios domicilios procedían a hacer mudanzas. Ingresé a la Calle Cuatro Oriente y avancé caminando casi cinco cuadras. La típica construcción de adobe no resistió. Muchas casas tenían la cinta plástica de prevención. Debí caminar por el medio de la calle porque los escombros y las cintas impedían usar las veredas. Observé situaciones locas: dos obreros levantaban un cierre de malla de alambre donde hubo un grueso muro de adobe. A través de la malla, uno podía ver jardines primorosamente cuidados, con pequeñas terracitas por aquí y por allá. Contemplé casas pulcramente pintadas que se ofrecían en arriendo o a la venta, desde antes del sismo. Y estaban con grietas peligrosas. Contemplé techumbres de teja de tal manera destruidas que la única imagen que pude hacerme era la de una ametralladora ensañándose con ese elemento de la vivienda. Mi amigo no se encontraba en casa. Ya había retirado gran parte de los escombros y restos de tejas que obstaculizaban su vereda. Regresé caminando por la Calle Cinco Oriente en dirección al centro. La misma destrucción y actividad: mudanzas y cintas de prevención. El Liceo Abate Molina, con su fachada neoclásica, estaba lesionado y el frontón en la puerta de acceso no daba lugar a reparación. Crucé la Alameda y se daba la misma tónica: casas de adobe destruidas. El Restaurante Mayo, con una tradición de sesenta años de funcionamiento, está imposible de reparar o rescatar. La Biblioteca Regional solo presentaba daños en sus grandes ventanales. En el supermercado Las Brisas había una fila para entrar. Veinte personas. En la puerta un funcionario del supermercado anunciaba a los compradores cuando entrar y cuantos- uno o dos. También en la puerta había dos conscriptos sin armas y dos carabineros. Me puse a la fila. Esperé diez minutos y observé el restaurante El Piropo, ubicado en la esquina nororiente del Mercado Central, absolutamente derrumbado. A medida que me acercaba a la puerta, pude ver la destrucción de los locales comerciales por la Calle Cinco Oriente, antes de llegar a la Calle Uno Sur. Un tipo, que fue acompañado de una mujer de unos treinta-y-tantos, reclamó todo el rato por la imposición de hacer fila para ingresar al supermercado y nuca se puso en la fila. Dos universitarias conversaron entre sí, en voz alta, diciéndose la necesidad de estar tranquilos y respetar el orden para hacer las compras en ese lugar. El padre de las chiquillas les dijo que compraran lo más que pudieran. Ellas dijeron que la reducción del aprovisionamiento sería beneficiosa para bajar de peso.
A cada rato, se percibían las réplicas. Un carabinero advertía separarse los faroles que cuelgan de la marquesina. Cuando entré se acercó un adolescente y apuradamente me preguntó qué compraría. Me desconcertó. Titubeé. Él me dijo ‘lleve de esto o lleve de esto otro’. Sacaba los alimentos de carros que habían llenado sólo con un producto. Antes de dos minutos había comprado una canasta mínima. En la caja cancelé doce mil pesos. La cajera se quejó de cansancio. Mientras ella digitaba la calculadora, observé el interior del supermercado. Y no vi ninguna estantería en orden. Los pasillos los cubrían cientos de artículos desparramados en el piso: botellas sobres, cajas, etc.
Salí cargando tres bolsas plásticas y caminé por la Calle Cinco Oriente en dirección sur. La destrucción de los locales comerciales es total e irreparable. Pasé por el costado oriente de la iglesia salesiana y tuve miedo de caminar por esa calle: parece a punto de venirse a bajo. Contemplé su fachada neogótica y sobrecoge su destrucción. Las calles siguientes, hasta la Cinco Sur estaban con escombros cubriendo las veredas. Doblé por la Calle Cuatro Sur y el local de la empresa Entel estaba copado por periodista extranjeros. En un furgón de TVN, un técnico estaba editando. A espaldas suyas, en el piso, había un televisor encendido transmitiendo la señal que era recepcionada en el Chile normal. Me acerqué y durante un minuto contemplé la destrucción e incendios en la ciudad de Concepción. Por primera vez veía televisión después de tres días sin electricidad ni señal. En la cuadra de la Cuatro Oriente , entre Cuatro y Cinco Sur, las antiguas casas de adobe mostraban muros y techumbres destruidos por el sismo, marcos desencajados y puertas chuecas.
Al cruzar el Puente Piduco de la Calle Uno Oriente, uno ingresa a otro Talca, deja atrás el antiguo casco urbano. No se observa destrucción. Lo sorprendente fueron los almacenes de barrio desabastecidos.
En la noche volvimos a prender velas para iluminar un rato. A cada rato, despertábamos con las réplicas y corríamos hasta la puerta de calle.

Lunes 2 de Marzo de 2009.-

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