sábado, 3 de abril de 2010

TALCA, Sábado 27 Febrero 2010.


Al salir escapando del movimiento…, me detuve bajo el dintel de la puerta de calle. Joaquín me había antecedido y corría, con los brazos abiertos, gritando. ¡Está temblando! ¡Temblor! Se había parado en medio de la calle.

Le grité que regresara a quedarse conmigo. Me hizo caso. Me abrazó, cosa que nunca hace. Temblaba. Tiritaba. Lo calmé diciéndole que pasaría luego. Los movimientos ascendentes calculé que debían ser entre diez o quince centímetros. La noche estaba clara. Miré el cielo. Era lo único donde podía fijar la vista. Los ruidos se sumaban: el follaje, la caída de los cuadros, la quebrazón de vajilla, batir de puertas, golpeteo de marcos sobre los muros, gritos y órdenes de los vecinos, nombres propios pronunciados a gritos, ladridos, ruidos subterráneos como si grandes bolones chocasen entre sí, las alarmas de los automóviles. Pensé que lo más probable era que un meteorito habría caído segundos antes en la cordillera, o por esos lados, y estuviésemos experimentando su onda expansiva, como lo muestran los documentales. Pensé también, cuando me di cuenta que la duración no tenía límite y mantenía igual intensidad, que tal vez vivíamos una especie de cataclismo cósmico. Después me resigné y supuse sobriamente que lo que estábamos experimentando era el tan mentado acabo de mundo.

Terminado el movimiento mayor, salí a cortar el suministro eléctrico, por temor a un cortocircuito. Busqué velas y alumbré. El pasillo que conecta el comedor con el baño y los dormitorios era intransitable. Lo mismo la cocina. A mi dormitorio no se podía entrar. En el baño había agua en el piso. Un librero estaba caído sobre la cama, todos los objetos puestos en él, se repartían encima de la superficie del cobertor.

El dormitorio de Diego, mostraba libros, la guitarra, su televisor, discos compactos, cassetes y otros objetos cubriendo el piso también

En el living había caído el televisor y el monitor del PC estaba a punto de irse al suelo. Joaquín puso ambos sobre el sofá. Desconectamos estos aparatos. La calle estaba a oscuras. Escuchaba alarmas de vehículos y de casas. Llamé a Joaquín a la cocina para que viera cuan desplazado estaba el refrigerador, casi sesenta centímetros. Volví a la calle: el automóvil de mi mujer, Marta, se había desplazado, estando enganchado, un metro cincuenta aproximadamente.

Le entregué a Joaquín un caja de fósforos y una vela y le planteé que lo más atinado hacer en ese momento, advirtiéndole que vendrían réplicas, era irse a dormir. Y así lo hicimos. Caminamos los metros necesarios hasta nuestros respectivos dormitorios, pisando diversos objetos, y nos acostamos. Sujeté la vela y los fósforos sobre mi pecho y dormí.

Escuché a un vecino gritar ¡Afuera dormimos, todos! Seguí escuchando las balizas de los carros de bomberos y de ambulancias.

Cuando habían transcurrido unos diez minutos, en la casa vecina escuché el encendido del motor del automóvil, ruidos de la puerta y la reja del antejardín y luego el ruido del rodar del vehículo alejándose.

Traté de encontrar el despertador para desconectar la alarma. La había puesto para acostumbrarme a levantarme temprano pues al día subsiguiente comenzaban las clases. Era tal la cantidad de libros y objetos que no pude hallarlo, aunque escuchaba su tictac.

En las réplicas que siguieron, hicimos el dificultoso recorrido hasta el dintel de la puerta y siempre volvimos a dormir. En estos trayectos totalmente a oscuras temía herirme la planta de los pies.

El despertador sonó a las 07.45 horas. Me levanté y comencé a despejar y devolver los objetos a cada lugar.

Un frasco de Nescafé había caído y roto su tapa. Su contenido se había mezclado con yogurt. El olor era desagradable y se formó una especie de cola fría. Retiré cuidadosamente los restos de vidrios y loza. Examiné cuales objetos no estaban quebrados. Tres botellas de vino, depositadas a dos metros de altura, curiosamente habían aterrizado sin novedad. Muchos vasos y platos estaban sucios con yogurt. Al tratar de lavarlos, pude verificar que no disponíamos de suministro de agua potable ni luz eléctrica. El agua disponible era la del estanque del inodoro, medio litro en el termo y una cantidad de jugo de maíz en una olla donde Marta había cocido unos choclos el día anterior, antes de viajar a Santiago.

Cuando paraba de recoger objetos, libros herramientas, o mover muebles, no tenía donde lavarme las manos, sino en el agua de los choclos.

No podíamos ocupar el baño para defecar ni orinar, porque perderíamos el agua del estanque. Además, se juntarían olores desagradables en la casa.

Orinábamos en un tarro vacío de pintura y el líquido lo echamos a las plantas más grandes. La buena digestión fue un problema. Lo solucioné haciendo sobre hojas de periódico puestas sobre un lavatorio; luego, encerré el contenido en forma de paquete, cavé treinta centímetros en el patio y lo enterré.

Asumimos la dieta blanda. El desayuno fue yogurt y melón; lo mismo, al almuerzo y la once. Echaba de menos algo caliente. Había olvidado comprar gas el día anterior y tampoco podíamos ocupar la cocina.

Hasta eso de las diez de la mañana el silencio en el ambiente era casi increíble. Parecía una ciudad dormida o vacía de moradores. Empecé a escuchar movimientos en las casas vecinas.

A ratos, en la radio de algún automóvil, escuchaba la transmisión de una emisora local, pero no atendía a las noticias y a los mensajes que entregaba.

Un matrimonio joven que vive casi frente a nuestra casa fue visitado por amigos. Los adultos comentaban las metidas de pata de otros adultos durante y después del sismo. Los niños hacían lo mismo. Escuché a uno, de unos nueve años, decir lo que había hecho: ‘¡Yo cerré los ojos!’.

Estuve todo el día devolviendo cosas a su sitio. Sólo me detenía a comer. Encontré pliegos de papel de regaló y forré libros que recogía. Lo hacía porque sentí intuitivamente que necesitaba, en medio del caos, que en algo dominaba la situación.

Llegó la noche y nos iluminamos con velas

Las replicas, un promedio de veinte, y algunas bastante fuertes, no cesaban de producirse e intranquilizar.

Fue un día extremadamente silencioso.

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