
Pudo ser a fines de Agosto o principios de Septiembre cuando R. Villar me habló en la vereda de la municipalidad talquina. Me preguntó cómo estaba yo para exponer en la Primera Feria de las Artes de Curicó. Bien, dije. ‘Como pintor clandestino he venido realizando pinturas que hacen tema de la mitomanía Talca Art’. ‘Te inscribo entonces’, dijo. Le pregunté cómo se plantearía la muestra. Dijo que serían varios expositores en distintos lugares de la ciudad y nombró algunos sitios. Le dije que me parecía similar a la bienal paulista. Si, pues, dijo, es nuestra Sao Paulo. Después le pregunté quien organizaba eso. Unas chiquillas de Curico, dijo, y yo soy el curador, fue la respuesta.
Después recibí un e-mail donde especificaban las fechas y horas de salida de un minibus hacia Curicó con el objeto de que los convocados pudiesen reconocer los espacios disponibles para sus respectivos montajes.
Ese día viernes, en las afueras de la Escuela de Cultura estaban todos los talquinos conocidos y tres artistas a quienes desconocía: un joven videísta y dos jóvenes, que no sé todavía si son fotógrafas o pintoras. De una de ellas, yo sabía que era hija de un condiscípulo de enseñanza básica. Al saludarle le dije: tú eres hija de X. estudiamos juntos. Lo soporté ocho años. Ella me dijo: yo lo he soportado veintiséis. Todos tenían la impresión de estar animados
En un lapso del trayecto Loreto Pérez contó de un trabajo que venía haciendo con camisas de fuerza, como producto artístico.
Cuando hicieron el recuento de los integrantes de la comitiva, nombraron a uno que yo no conocía. Dijeron que había asistido el día anterior a recorrer los sitios de exhibición. Nos reímos un poco al darnos cuenta que un maníaco obsesivo nos había antecedido.
Curicó.-
Llegamos a la sede de la Corporación Cultural de Curicó. Yo no la conocía. Está a los pies del Cerro Condell en la ladera oriente. Allá estaba Carolina Zenteno y también las para mi absolutas desconocidas, las principales funcionarias de la Corporación. Estaba Brenda Sandoval, la directora o presidenta. Estaba Paula. Había una periodista. Estaba otra joven que haría todo el trabajo logístico para efecto del buen resultado en los montajes. Allí permanecimos unos cuarenta minutos. Salimos hacia el bus y permanecimos un rato en la Alameda, moviéndonos de aquí para allá para eludir el frío. En eso estaba intentando desentumecerme los pies y recordé una anécdota que mi padre solía relatarme y que le había ocurrido más de una vez en el Cerro Condell, mientras fue rondín de la estación de ferrocarriles. Cuando le tocaba un turno largo, en un fin de semana, solía ir con otro ferroviario a matar la tarde en el Cerro, antes de tomar su turno de noche. En esa época era dable encontrar bovinos pastando en las laderas. Sus dueños probablemente habitaban en la parte baja. El amigo iba premunido de un saco y un cuchillo afilado para un faenado súbito. Mi padre me contaba que era tal la rapidez y destreza de su yunta que a veces él no alcanzaba a reaccionar y se sentía como niño chico, torpe, siendo instruido severamente por el otro. Después bajaban turnándose para cargar el saco al hombro, silbando como si nada. Se ausentaban dos o tres meses del paraje y regresaban.
Nos sirvieron café.
En su rol de curador, R. Villar dijo algo relacionado con los gastos de operación de las obras. Mencionó que se confeccionaría un catálogo, el que sería entregado a los artistas en una fecha posterior a la Feria. Además, habría transporte y traslado de obras y materiales.
Brenda Sandoval dijo que habían incorporado un ítem, que figura como honorarios en el proyecto, pero está figurado para compensan los costos de producción. Luego comentó que la fecha elegida para efectuar la Feria tenía el propósito de desmarcarse de las elecciones municipales, en consecuencia, las fechas de la Feria no se toparían con las del proceso eleccionario.
Nuevamente subimos al minibus y recorrimos todos los lugares. Brenda Sandoval dijo que no participarían artistas curicanos. Comprendí la ausencia de Verónica Palma. Durante el recorrido visitamos la Estación de Ferrocarriles, el hospital, una biblioteca, el atrio de la iglesia principal, el Centro de Extensión Cultural de la Universidad Católica. En cada parada, los artistas tomaban fotografías. También las anfitrionas.
En la breve estadía para reconocer la Mutual, consulté a Alejandro Cáceres si haría una instalación. Dijo no saberlo.
Me dí cuenta cuan cerca estaban los sitios disponibles. Pero mi sentido del espacio, en las estrechas coordenadas curicanas, era deficiente. Así todos estaban circunscritos al antiguo casco urbano de la ciudad. En el Centro de Extensión aprecié la obra de una artista local, Jimena Valenzuela. La muestra la tituló Puntadas de Sueños. De inmediato dije a Carolina Zenteno que una de las obras expuestas era para una Bienal. Me pregunté por qué no incluían a esa artista. Y aunque ya no me resulta sorprendente, volví a verificar la mezquindad historiográfica de los centros académicos porque la única información consistía en un volante impreso sólo por un lado y amén el nombre de la artista, el título de la exposición toda la restante información se refería al funcionamiento del centro de extensión. Y para variar, el logotipo universitario tiene tres veces el tamaño de las tipografías del nombre de la artista.
En la Estación, donde yo supuse que podrían exhibirse mis trabajos, recordé que mi experiencia urbana en Curicó estuvo marcada por esporádicas estadía en ese recinto durante el año que trabajé como obrero forestal. En esa fecha aún funcionaba el ramal a Licantén. Junto a otros obreros viajaba en ese buscarril a Curicó. De este episodio, que llevaba a cabo una vez al mes, me acordé al visitar el foyer del exCine Victoria. Allí leí una sentida crónica periodística publicada a pocos días del cierre del cine. No recuerdo a quien le comenté que en aquellas tediosísimas tardes en que nos quedábamos durante horas sentados en la estación, a la espera del arribo de un tren ordinario del itinerario Santiago-Temuco.
En aquellas horas de lata, yo dispuse de suficiente tiempo para haber asistido a ese cine y haber disfrutado una película, en lugar de escuchar las reiteradas fantasías sexuales en encuentros con prostitutas que narraban mis compañeros de trabajo y de ruta. Supongo que en aquellos días era más económico, dada la mezquindad salarial de la dictadura, escuchar la sartalada de mentiras de aquellos desdentados, que cancelar una entrada al cine.
Hasta ese momento del futuro recorrido propuesto para la feria, el más ‘afectivizado’ para mí era la estación. Para mi subjetividad, tal recinto se revestía de significación y, dadas las representaciones pictóricas que yo disponía para exhibir, suponía que podría resignificar el recinto ferroviario.
Antes de caminar a la plaza, me parece que visitamos una biblioteca. Allí pendía una pintura de Verónica Palma. La reconocí de inmediato porque se había expuesto en Talca en la extinta ExpoArte, pudo haber sido el año noventitres o noventicuatro. Al salir, le planteé a Villar que a mi juicio algo no cuadraba en la lógica de la convocatoria. Y esto era que si una feria o una bienal consiste esencialmente en destinarse para exportar la vanidad de un país o ciudad, no entendía como lo lograrían aplicando una tajante política de exclusión a los activos locales. Hice la comparación con una familia que le pidiera a un amigo rubio de ojos azules, que salga en lugar de ellos. Villar no respondió.
Y fue precisamente en la biblioteca donde la observación anterior la planteé a Brenda Sandoval. Me escuchó con atención y tampoco respondió algo. Volvió a decir que ellos, los curicanos, tendrían otros sitios, pero no formarían parte del circuito que armaban con los talquinos. (En el viaje de regreso erradiqué la duda en torno a si presenciaba –y estaba participando de una gestión cultural a-discursiva; es decir, ‘eventismo’ a secas, pero en versión propia de la provincia)
Luego de recorrer todos los lugares, llegó la hora de almuerzo. Aterrizamos en un restaurante. Allí las conversaciones giraron en torno a exposiciones, a conocidos comunes. No se habló de la Feria. Sólo se reiteró la modalidad de comunicación y entrega de información por la vía del curador y las funcionarias de la corporación.
En un momento se retiró Brenda Sandoval, la periodista y la mujer que prestaría apoyo en los montajes.
En el restaurante quedamos los talquinos y talquinas y Carolina Zenteno, como única artista local. (Apenas habíamos llegado a la sede de la Corporación en horas de la mañana le pregunté como había sido posible que fuese ella la única curicana participando. Dijo no saberlo. En sentido estricto, ella vive en la comuna de Rauco. Dijo que había trabajado en ocasiones anteriores con la gente de la Corporación y suponía que a ello obedecía la invitación; también había expuesto en la sala que habilitó la Corporación y, por ende, conocen su obra).
Alrededor de una media hora más tarde, abordamos el mismo minibus de regreso a Talca.
Después recibí un e-mail donde especificaban las fechas y horas de salida de un minibus hacia Curicó con el objeto de que los convocados pudiesen reconocer los espacios disponibles para sus respectivos montajes.
Ese día viernes, en las afueras de la Escuela de Cultura estaban todos los talquinos conocidos y tres artistas a quienes desconocía: un joven videísta y dos jóvenes, que no sé todavía si son fotógrafas o pintoras. De una de ellas, yo sabía que era hija de un condiscípulo de enseñanza básica. Al saludarle le dije: tú eres hija de X. estudiamos juntos. Lo soporté ocho años. Ella me dijo: yo lo he soportado veintiséis. Todos tenían la impresión de estar animados
En un lapso del trayecto Loreto Pérez contó de un trabajo que venía haciendo con camisas de fuerza, como producto artístico.
Cuando hicieron el recuento de los integrantes de la comitiva, nombraron a uno que yo no conocía. Dijeron que había asistido el día anterior a recorrer los sitios de exhibición. Nos reímos un poco al darnos cuenta que un maníaco obsesivo nos había antecedido.
Curicó.-
Llegamos a la sede de la Corporación Cultural de Curicó. Yo no la conocía. Está a los pies del Cerro Condell en la ladera oriente. Allá estaba Carolina Zenteno y también las para mi absolutas desconocidas, las principales funcionarias de la Corporación. Estaba Brenda Sandoval, la directora o presidenta. Estaba Paula. Había una periodista. Estaba otra joven que haría todo el trabajo logístico para efecto del buen resultado en los montajes. Allí permanecimos unos cuarenta minutos. Salimos hacia el bus y permanecimos un rato en la Alameda, moviéndonos de aquí para allá para eludir el frío. En eso estaba intentando desentumecerme los pies y recordé una anécdota que mi padre solía relatarme y que le había ocurrido más de una vez en el Cerro Condell, mientras fue rondín de la estación de ferrocarriles. Cuando le tocaba un turno largo, en un fin de semana, solía ir con otro ferroviario a matar la tarde en el Cerro, antes de tomar su turno de noche. En esa época era dable encontrar bovinos pastando en las laderas. Sus dueños probablemente habitaban en la parte baja. El amigo iba premunido de un saco y un cuchillo afilado para un faenado súbito. Mi padre me contaba que era tal la rapidez y destreza de su yunta que a veces él no alcanzaba a reaccionar y se sentía como niño chico, torpe, siendo instruido severamente por el otro. Después bajaban turnándose para cargar el saco al hombro, silbando como si nada. Se ausentaban dos o tres meses del paraje y regresaban.
Nos sirvieron café.
En su rol de curador, R. Villar dijo algo relacionado con los gastos de operación de las obras. Mencionó que se confeccionaría un catálogo, el que sería entregado a los artistas en una fecha posterior a la Feria. Además, habría transporte y traslado de obras y materiales.
Brenda Sandoval dijo que habían incorporado un ítem, que figura como honorarios en el proyecto, pero está figurado para compensan los costos de producción. Luego comentó que la fecha elegida para efectuar la Feria tenía el propósito de desmarcarse de las elecciones municipales, en consecuencia, las fechas de la Feria no se toparían con las del proceso eleccionario.
Nuevamente subimos al minibus y recorrimos todos los lugares. Brenda Sandoval dijo que no participarían artistas curicanos. Comprendí la ausencia de Verónica Palma. Durante el recorrido visitamos la Estación de Ferrocarriles, el hospital, una biblioteca, el atrio de la iglesia principal, el Centro de Extensión Cultural de la Universidad Católica. En cada parada, los artistas tomaban fotografías. También las anfitrionas.
En la breve estadía para reconocer la Mutual, consulté a Alejandro Cáceres si haría una instalación. Dijo no saberlo.
Me dí cuenta cuan cerca estaban los sitios disponibles. Pero mi sentido del espacio, en las estrechas coordenadas curicanas, era deficiente. Así todos estaban circunscritos al antiguo casco urbano de la ciudad. En el Centro de Extensión aprecié la obra de una artista local, Jimena Valenzuela. La muestra la tituló Puntadas de Sueños. De inmediato dije a Carolina Zenteno que una de las obras expuestas era para una Bienal. Me pregunté por qué no incluían a esa artista. Y aunque ya no me resulta sorprendente, volví a verificar la mezquindad historiográfica de los centros académicos porque la única información consistía en un volante impreso sólo por un lado y amén el nombre de la artista, el título de la exposición toda la restante información se refería al funcionamiento del centro de extensión. Y para variar, el logotipo universitario tiene tres veces el tamaño de las tipografías del nombre de la artista.
En la Estación, donde yo supuse que podrían exhibirse mis trabajos, recordé que mi experiencia urbana en Curicó estuvo marcada por esporádicas estadía en ese recinto durante el año que trabajé como obrero forestal. En esa fecha aún funcionaba el ramal a Licantén. Junto a otros obreros viajaba en ese buscarril a Curicó. De este episodio, que llevaba a cabo una vez al mes, me acordé al visitar el foyer del exCine Victoria. Allí leí una sentida crónica periodística publicada a pocos días del cierre del cine. No recuerdo a quien le comenté que en aquellas tediosísimas tardes en que nos quedábamos durante horas sentados en la estación, a la espera del arribo de un tren ordinario del itinerario Santiago-Temuco.
En aquellas horas de lata, yo dispuse de suficiente tiempo para haber asistido a ese cine y haber disfrutado una película, en lugar de escuchar las reiteradas fantasías sexuales en encuentros con prostitutas que narraban mis compañeros de trabajo y de ruta. Supongo que en aquellos días era más económico, dada la mezquindad salarial de la dictadura, escuchar la sartalada de mentiras de aquellos desdentados, que cancelar una entrada al cine.
Hasta ese momento del futuro recorrido propuesto para la feria, el más ‘afectivizado’ para mí era la estación. Para mi subjetividad, tal recinto se revestía de significación y, dadas las representaciones pictóricas que yo disponía para exhibir, suponía que podría resignificar el recinto ferroviario.
Antes de caminar a la plaza, me parece que visitamos una biblioteca. Allí pendía una pintura de Verónica Palma. La reconocí de inmediato porque se había expuesto en Talca en la extinta ExpoArte, pudo haber sido el año noventitres o noventicuatro. Al salir, le planteé a Villar que a mi juicio algo no cuadraba en la lógica de la convocatoria. Y esto era que si una feria o una bienal consiste esencialmente en destinarse para exportar la vanidad de un país o ciudad, no entendía como lo lograrían aplicando una tajante política de exclusión a los activos locales. Hice la comparación con una familia que le pidiera a un amigo rubio de ojos azules, que salga en lugar de ellos. Villar no respondió.
Y fue precisamente en la biblioteca donde la observación anterior la planteé a Brenda Sandoval. Me escuchó con atención y tampoco respondió algo. Volvió a decir que ellos, los curicanos, tendrían otros sitios, pero no formarían parte del circuito que armaban con los talquinos. (En el viaje de regreso erradiqué la duda en torno a si presenciaba –y estaba participando de una gestión cultural a-discursiva; es decir, ‘eventismo’ a secas, pero en versión propia de la provincia)
Luego de recorrer todos los lugares, llegó la hora de almuerzo. Aterrizamos en un restaurante. Allí las conversaciones giraron en torno a exposiciones, a conocidos comunes. No se habló de la Feria. Sólo se reiteró la modalidad de comunicación y entrega de información por la vía del curador y las funcionarias de la corporación.
En un momento se retiró Brenda Sandoval, la periodista y la mujer que prestaría apoyo en los montajes.
En el restaurante quedamos los talquinos y talquinas y Carolina Zenteno, como única artista local. (Apenas habíamos llegado a la sede de la Corporación en horas de la mañana le pregunté como había sido posible que fuese ella la única curicana participando. Dijo no saberlo. En sentido estricto, ella vive en la comuna de Rauco. Dijo que había trabajado en ocasiones anteriores con la gente de la Corporación y suponía que a ello obedecía la invitación; también había expuesto en la sala que habilitó la Corporación y, por ende, conocen su obra).
Alrededor de una media hora más tarde, abordamos el mismo minibus de regreso a Talca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario